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Vi este fragmento de video incansables veces durante mi infancia. Contenía verdades que se estaban construyendo sobre mí que se escapaban de mi alcance y que se relacionaban directamente con algo que me atraía, que me producía temor y placer.  Esa secuencia en la que en una visita familiar jugaba con una muñeca de trapo y mi abuela preocupada advertía del peligro: el niño que era yo podía terminar volviéndose travesti. Lo decía desde el amor. Lo advertía para protegerme. Pero, ¿protegerme de qué? ¿Era tan grave la posibilidad de querer ser como ella? Me protegía de mi deseo, de mis propios motivos para estar vivo. De la pulsión infantil y vital de desear ser otras. Mi abuela intuía que dar una muñeca a un niño nombrado como hombre era cortar el alambre de púas con que se cerca la vida al imponer un género. Y que desalambrar, descercar, en un país heterocolonial, gobernado por terratenientes asesinos, podía ser peligroso. Pero el amor –hasta el amor forzado por los lazos familiares– es raro, se desavía de la norma y muta todo el tiempo. Más tarde mi abuela me dejaría jugar a ponerme sus tacones y sus aretes haciendo de cuenta que no pasaba nada. Tal vez contenta de que me quisiera parecer a ella y no al abuelo.